Buenos días!
Últimamente me estoy dedicando a ponerme al día en las reseñas de anime y manga (se me están acumulando títulos), y también he abandonado la sección de K-Pop, que pronto espero retomar. Es que tengo tantas cosas que escribir que paso un montón de tiempo decidiendo qué hacer primero (lo que me hace perder más tiempo jeje), pero ya iré subiendo entradas (haré una lista).
Además, como este es un blog manganime he decidido no discriminar géneros. Ya he probado el shojo, el gore y el shonen, y ahora toca probar con yaoi (es decir, se desarrolla una relación amorosa entre dos hombres) y josei (ahora estoy buscando títulos con los que probar). Acepto todo tipo de sugerencias, si queréis recomendarme algún manga en especial sólo ponedlo en los comentarios.
Y el concurso de Liter@ria avanza, yo ya presenté mi relato para este mes (hoy termina el plazo de entrega). Dudé mucho sobre qué nombre ponerle, pero finalmente me decidí por Al Otro Lado del Mar Océano. Aquí os lo dejo, creo que tiene alguna posibilidad (todo depende de cómo sean los otros relatos)... No sigo que me deprimo. Esta es la versión subida, la podéis votar en http://www.cajadeburgos.cyl.com/literaria/ver.php?id=520, aunque no influye en la elección del jurado de verdad, me haría muy feliz...)
AL OTRO LADO DEL MAR OCÉANO
Como cada año, la cigüeña regresaba al Norte cuando comenzaba el calor.
Venía desde el Sur, aquella tierra cálida, llena de aquellos ruidosos seres que
caminaban erguidos sobre sus dos patas. En el Sur la piel de los humanos era
más oscura, del color de la tierra; incluso llegaba a ser como el de las
castañas en las zonas más australes. A ella le encantaba sobrevolar aquellas
salvajes tierras sembradas de largas espigas doradas que se ondulaban con el
viento, como si de olas se tratara. El Sur era como el canto de los pájaros,
libre y salvaje. El Norte se parecía más al sonido del mar. La cigüeña había
pasado por el estrecho, sobre el mar Océano, y había llegado al puerto. Durante
los últimos años había aumentado la actividad en aquel lugar, y desde el cielo
podía observar cómo aquellas enormes estructuras flotantes llegaban y partían
de la ciudad. Antes apenas se alejaban de la costa, pero un día comenzaron a
adentrarse en el mar Océano, más allá del horizonte. Sin embargo, a la cigüeña
le interesaba bastante poco lo que hacían aquellos bípedos. Ella debía regresar
a su hogar y reconstruir los posibles desperfectos que había sufrido su nido.
Cuando llegó a Burgos el cielo estaba gris, cubierto de las nubes previas a una
tormenta, pero se podía sentir que pronto comenzaría a hacer sol.
De hecho, ya estaba cambiando su plumaje de invierno por uno más ligero
para el tiempo cálido que solía hacer en el interior de Castilla en verano. Una
de sus largas plumas, blanca y negra, se desprendió de su ala izquierda en ese
momento, y cayó girando lentamente hacia el suelo. La cigüeña prosiguió su
camino hacia el nido ignorando ese hecho, y la pluma aterrizó con suavidad en
el luminoso claustro de la cartuja de Miraflores. Desde el suelo de tierra
podía ver las hormigas comenzaban a trabajar en sus labores de recolección,
ahora que había acabado el invierno, a los tímidos brotes verdes de hierba, que
comenzaban a aparecer con el tibio calor del sol primaveral. Y también vio cómo
el grisáceo cielo desaparecía tras una enorme sombra encapuchada.
Unas enormes manos la recogieron con una delicadeza impropia para su
tamaño. Bajo la capucha, un curtido monje de mediana edad y vivaces ojos verdes
la examinaba detenidamente. El hombre se encogió de hombros y se adentró en el
edificio con la pluma entre las manos. Atravesaron oscuros pasillos en el mayor
de los silencios, y el monje atravesó una vieja puerta. En el interior se
encontraron con una enorme biblioteca. El saber de todos los tiempos parecía
estar recogido en todos aquellos polvorientos y ajados tomos antiguos. El monje
se dirigió a una mesa en la que trabajaba un menudo hombre que parecía tener la
edad de los libros que le rodeaban. Trabajaba en la copia de un tomo con una
caligrafía y unas miniaturas especialmente complicadas, pero al verle trabajar
nadie diría que lo fueran para él. Sus pequeñas y arrugadas manos manipulaban
la pluma con maestría y gran precisión, creando una verdadera obra de arte,
tanto artística como literariamente. El anciano estaba tan concentrado en su
labor que no reparó en la llegada del otro monje, que esperó a que terminara la
miniatura antes de importunarle. En cuanto acabó, el enjuto monje levantó la
vista hacia él, como despertando de un profundo sueño.
-Hermano Mateo- Saludó-, lamento molestarle en su importante trabajo…
-A este paso pronto dejaré de tener trabajo- Interrumpió el monje-. La
imprenta nos quita todo el trabajo, apenas nos piden encargos últimamente… Pero
dime, ¿a qué has venido, hermano? Habla…
-Pues verá, hermano Mateo, simplemente encontré esta pluma en el suelo del
claustro, y pensé que quizá podía darle algún uso para copiar libros, o algo
así…
-Déjame verla, veré si me vale.
El monje grande extendió las manos, y la pluma pasó a descansar sobre unas
manos diminutas, de largos dedos finos y precisos, como sólo podía tenerlos un
monje copista o un escribano, y con muchas arrugas. Unos serenos ojos grises la
observaron detenidamente por un momento, una mano desapareció por un instante y
sintió un fuerte dolor en la raíz. La habían cortado en punta, creando un
instrumento de escritura natural al que sólo hacía falta mojarla en tinta.
El hombre negó con la cabeza unos instantes y suspiró.
-Para el libro que estoy copiando ahora no me sirve, pero puede que me
sirva más adelante en algún otro trabajo- El anciano esbozó una sonrisa
desdentada, y se giró hacia su escritorio, dando por finalizada la conversación.
-Vaya con Dios, Hermano Mateo- El monje grande inclinó la cabeza con
respeto y abandonó la sala. El copista asintió con la cabeza como despedida.
La pluma fue depositada en una caja, con otras muchas plumas. Había de
muchísimas aves diferentes, todas con una forma de escribir diferente. El monje
copista decía que la forma de escribir de una pluma te contaba su historia, y
para cada tipo de documento utilizaba una pluma determinada. Pero nunca sacó la
pluma de la cigüeña. Dijo que la reservaba para un documento especial. Así que
la pluma aguardó su momento en la oscuridad.
Hasta un día, en que el anciano escriba la sacó de la caja. La pluma se
sintió segura cuando aquellas manos la cogieron y la guardaron en un estuche
con tinta y pergaminos. Desde allí dentro lo oía todo. El monje salió de la
biblioteca y atravesó el monasterio con lentitud. Se cruzó con algunos monjes,
pero apenas intercambiaron unos saludos. Unos pasos más pesados se acercaron
apresuradamente al monje, y una voz grave lo llamó. La pluma reconoció esa voz
enérgica, la del monje que la recogió en el claustro.
-¿A dónde va, hermano Mateo?- Preguntó el monje- Usted no suele ir con
tantas prisas a la ciudad si no tiene un buen motivo.
-Pues que tengo un trabajo importante que hacer- Respondió el anciano-.
Debo estar presente en un acto muy importante. Un consejo va a redactar un
conjunto de leyes y yo debo poner por escrito todo lo que se decida en esa
reunión.
-Vaya… ¿Y sobre qué se deben hacer leyes, Hermano?
-Van a decidir los derechos de los indios. Antes decían que no eran seres
humanos, pero han decidido que desde ahora lo sean- Respondió el monje en
susurros.
-Ya era hora de que se reconociera que eran personas. Mi primo Alfredo
viajó hace un par de años a las Indias, al otro lado del mar Océano, y desde
entonces no es el mismo. Desearía no haber ido, me contó que aquello era un
infierno para los pueblos nativos…
-Lo siento, pero tengo prisa. Debo estar allí en una hora y no quiero
llegar tarde.
Los monjes se despidieron, y el escriba subió a un carro de caballos que lo
esperaba para llevarlo a la ciudad. Después de eso no supo nada más.
Tres cuartos de hora después volvió la luz. Estaba en una gran sala
atestada de gente. Los allí reunidos tenían aspecto de ser personas nobles y cultas,
todos lucían sus mejores galas y charlaban en voz baja antes de comenzar la
reunión. El monje se había sentado en una pequeña mesa desde donde podía ver a
todos los presentes y estaba sacando sus pergaminos y un frasco de tinta.
Lentamente, la gente se fue sentando en sus respectivos asientos, que rodeaban
un estrado en el que ya se habían instalado varios hombres de aspecto regio. Y
entonces comenzó la reunión.
El escribano tomó la pluma en su mano derecha y mojó la punta en
tinta negra. Cada cosa que era decidida en la sala era anotada por él. A medida
que el texto avanzaba, la pluma descubrió que el texto eran unas leyes sobre
los indios, como había dicho el anciano monje anteriormente. El hombre
escuchaba con atención y escribía con rapidez y una clara caligrafía:
“…hordenamos y mandamos quel vesino a quien se encomienden los yndios sea
obligado de les tener fecha una casa para yglesia, […],e que asymismo les
enseñe los diez mandamientos e syete pecados mortales y los artyculos de la fe
[…], pero esto sea con mucho amor e dulçura…” La pluma no
sabía gran cosa de la fe ni de la religión, pero le pareció una buena idea que
enseñaran a aquellas personas a amar a Dios. Por lo menos, esa era su opinión.
“…, y es que cojan oro con los yndios que las tales personas tovyeren
encomendados cinco messes al año e que conplidos estos cinco messes huelguen
los dichos yndios quarenta días […], e que entodos los dichos quarenta días
ninguno pueda volver a coger oro con ningún yndio sy no fuere esclavo…” A la pluma le
pareció justo ese tiempo de vacaciones. Después de cinco meses trabajando en
las minas necesitarían mucho tiempo para descansar.
“Ansymismo, hordenamos y mandamos que entre las otras cossas que se
an de mostrar de nuestra fe a los yndios les hagan entender cómo no deven tener
más de una muger ny dexar aquélla, e que […] procuren que se casen a ley e a
vendiçión como lo manda la santa madre yglesia con la mujer que mejor les
estovyese, […] y le haga desir que fasyéndolo asy salvarán sus ánimas.” La pluma
encontró razonable que, como las cigüeñas, los humanos tuvieran una sola
pareja, y no varias, y que la conservasen para toda su vida.
“Otrosy, fordenamos y mandamos que ninguna muger preñada después que
passare de quatro meses no la inbien a las mynas ni façer montones, syno que
las tales personas que las tyenen en encomienda las tengan en las estançias e
se syrvan dellas en las cossas de por casa […] e después que parieren críen a
su hijo hasta que sea de tres años…” La pluma recordó a la cigüeña, y
a sus pequeñas crías. Si su madre hubiera tenido que marcharse lejos los
polluelos no habrían sobrevivido.
“Otrosy, fordenamos que persona ny personas algunas no sean osados de dar
palo ni açote ni llamar perro ni otro nombre a ningún yndio syno el suyo propio
que tovyere…” Esa ley a la pluma le pareció completamente razonable. Cuando estaba en el
ala de la cigüeña, había visto cómo siempre había cuidado de su pareja y sus
cigoñinos, y había tratado con amabilidad a toda aquella cigüeña viajera con la
que se encontrara.
Y la pluma continuó escribiendo, ignorando que aquellas palabras
serían recordadas durante siglos. Incluso al otro lado del mar Océano.
Valoración del jurado:
Una bonita historia, Begoña. Desde luego hay que destacar la originalidad
de tu trabajo y el esfuerzo empleado. Muchas gracias por todo.
Agur!! Espero que os haya gustado!